¡Respiré profundamente y abrí la puerta! Entré con los ojos cerrados, esperando lo que me aguardaba: mi futuro y mi pasado. Una luz dulce acompañó la mirada: frente a mí una escalera ascendente. Al final de la misma había un solitario pórtico de piedra, detrás los árboles, tal vez un claustro.
Lentamente comencé a subir, observando a mi alrededor, pero me sentí perdido cuando, al final de las escaleras, me di cuenta de que no había llegado al jardín, sino a un balcón desde el que comenzaba una segunda escalera. Esta vez descendía abruptamente y pareció llevarme de vuelta al lugar donde había entrado. Confundido, la recorrí rápidamente, listo para comenzar desde el principio, pero al llegar a su fin, la puerta por la que había entrado no estaba allí: yo ya estaba en un momento diferente, en un lugar distinto, aunque tenía la clara sensación de haberla recorrido anteriormente, aunque al revés.
Cerré los ojos, los abrí y vi a un hombre sigiloso subir por una escalera no muy alejada de la mía. El tipo tenía una bolsa en la espalda y parecía estar ocultando algo: ¿lo habría robado? Instintivamente empecé a correr y luego a subir por una escalera que no había visto antes y que no había recorrido aún, y por la cual pretendía alcanzarle. Quería atraparlo a toda costa... ¡pero no fue así! Llegué a una nueva pasarela, diferente, y esta vez sí que había un árbol, pero no había rastro del hombre con la bolsa.
Cansado, me senté en un pequeño muro de piedra para pensar, y fue cuando escuché voces provenientes de arriba: un hombre, una mujer, quizás incluso más de dos. Me volví y apareció una nueva escalera detrás de mí: ¡bajaba! La tomé, pero nada, no pude llegar al punto donde pensaba que quería llegar. Estaba perdido entre escaleras hacia arriba, escaleras hacia abajo, pensamientos, sonidos... y comenzaron también los recuerdos.
Decidí cerrar los ojos y dejarme guiar por el tacto. Me encontré frente a una barandilla de piedra, detrás de mí, el jardín: ¡lo había alcanzado! ¡Sin embargo, esas voces que había escuchado ya no estaban allí! Parecía que habían venido de otra dimensión...
¡Estaba solo! En mi paseo por el interior de un castillo de piedra, no conseguía encontrarme con nadie, no podía alcanzar lo que quería... ¡deambulaba vacío!
Empecé a preguntarme por qué había entrado, qué estaba buscando cuando escuché una voz:
−¡Busca en los recuerdos, explóralos! ¡Vívelos!
¡La ansiedad me atrapó! Aumentada debido a otra simple duda que me iba surgiendo: ¿cómo me iría de allí? ¿Cómo salir de ese mundo al revés encerrado en mis propios pensamientos?
Caminé un poco más y el jardín me condujo a una mesa ya puesta: me senté, miré los platos, los cubiertos, las copas. Me serví como si todo hubiera sido preparado para mí. Nadie se acercó... Incluso las voces habían desaparecido.
La comida intentó llenar ese vacío, pero no resultó, cuanto más comía, más perdido me sentía, más me hacía preguntas, todas sin respuestas...
Me levanté, cogí una vela de la mesa y bajé por otra escalera, la cual parecía conducir a una celda pequeña, o quizás a una cueva. La luz me acompañó silenciosamente, me sorprendió notar la ausencia de mi sombra: ¿dónde estaba? Ella también estaba perdida, como yo, entre subidas y bajadas, pensamientos y recuerdos, debía haberse acurrucado en una zona oscura, o tal vez, me dije, haber encontrado la puerta de salida.
Anduve así durante horas. Paseé arriba y abajo en un mundo que no entendía. Finalmente, cansado, porque siempre es el cansancio quien abre nuestra mente, decidí sentarme, relajarme, descansar... Traté de no pensar, de escuchar sin oír, de caminar sin destino fijo, de no buscar respuestas para poder entender las preguntas.
Sentado en esa pasarela, oí esa voz otra vez:
−¡Busca en los recuerdos, explóralos! ¡Vívelos!
Cerré los ojos y me encontré con la edad de seis años, jugando en el columpio del parque: ¡sonreía!
Después, me encontré en la noche de Navidad cuando mi muñeco se rompió aplastado por una puerta: ¡lloraba! Vi a mi padre, a mi madre, que se murió a una edad tan joven, mi hermana... Vi peleas, reconciliaciones, vi todos los momentos en los que no había podido liberar mi dolor, vi todas las veces en las que me dirigí frenéticamente hacia las metas que en realidad nunca había elegido. Vi miles de imágenes, lugares, personas: amigos, novias, compañeros de clase y compañeros de trabajo. Vi todas mis decisiones: las correctas y las que resultaron ser incorrectas. Abrí el río de los recuerdos, de las dudas, de las emociones.
Lloré, reí...
Solo, sentado en un banco, en ninguna parte, con escaleras que no me llevaban a ningún sitio, sino a mí mismo; me dediqué a abrirme, a buscarme y a escucharme. Era solo el comienzo y la ruta muy larga, porque todo lo que nunca había expresado necesitaba encontrar un camino... pero cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue ¡la puerta! La misma por la que había entrado, firme y segura frente a mí. Habría tenido que cruzarla muchas otras veces, buscarla y entenderla, pero hoy, había sobrevivido al viaje, a la búsqueda, al descubrimiento.
Había entrado sabiendo que me necesitaba a mí mismo para seguir adelante; había entrado dejando atrás las innecesarias compresiones emocionales...
Había entrado, solo, pero acompañado por mi terapeuta, en un lugar oscuro que siempre había estado dentro de mí, del que siempre había intentado esconderme, olvidarme...
Nadie me había enseñado a gritar, nadie me había enseñado a llorar y reír fuerte para hacer que mi corazón sintiera mis emociones... Las había encerrado entre escaleras arriba y escaleras abajo... y por eso había abierto la puerta ese día y a partir de entonces no he dejado de abrirla y perderme dentro de mí…
Nació en Valencia, en 1963. Psicóloga especialista en psicología clínica, trabaja hace más de veinte años en su consulta. Su trayectoria profesional ha estado marcada por una extensa formación psicoanalítica (desde Freud, los post-freudianos, hasta C.G.Jung). Desde hace algunos años imparte talleres de escritura terapéutica conciliando vocación con profesion, porque "escribir nos permite reelaborar nuestros conflictos y vivencias y descubrir su sentido más profundo". Libro editado: "Bailando con mi sombra", cuentos y relatos.
CARNE CRUDA
Me dijo que reconocería la casa porque sobre el dintel, esculpido en bajo relieve y cromado en vivos colores, se encontraba la figura de un pez alegórico de esos que puedes ver en los bestiarios. Un pez con colmillos de foca y patas de jabalí. Justo debajo, el número 11. Iba buscando a un vidente que me diese alguna pista o, en su defecto consuelo, del paradero de mi hijo Boris. Mi hijo del alma pues no salió de mi carne. Un chico al que protegí y di una educación hasta que no hará ni dos meses se fue de casa.
Su historia es triste. Hay seres que ya vienen al mundo destinados a sufrir, hagan lo que hagan su vida va a estar marcada por la fatalidad. Boris no era joven pero lo parecía. De estatura ligeramente por encima de la media, podía haber presumido de buena planta. En lugar de eso parecía que a fuerza de esconder la cabeza entre los hombros su cuello se hubiera tronchado. El mentón casi le tocaba el pecho. Cuando miraba a los lados lo hacía en sentido ascendente y cuando miraba al frente nunca lo hacía a los ojos. El pelo, fino y brillante por la grasa, lo llevaba pegado a la frente. Era delgado, un tirillas. Tenía una sonrisa tímida que residía en sus ojos.
Fue abandonado por su madre al poco de nacer. A ésta me da por imaginármela como una mujer frágil, vulnerable, desbordada por una maternidad no buscada y en unas circunstancias de penuria económica y desarraigo muy penosas. No era del país y apenas hablaría nuestro idioma. Dejaría al bebé, en el lavabo de una gasolinera o junto a un contenedor de la basura, a instancias de su proxeneta que la llevaría de la “clínica” al club dispuesto a sacarle partido a su convalecencia postparto con “otros servicios” que no obstaculizasen su recuperación.
El bebé fue institucionalizado y no sé por qué razón no fue adoptado. Salió de la residencia de menores a los 18 años con un diploma de jardinero bajo el brazo y una recomendación para trabajar en un convento de monjes de clausura, de los que tienen voto de silencio, circunstancia esta que no ayudó a su socialización e hizo que se acentuase su carácter taciturno y solitario. De eso ya había pasado más de una década.
Nos conocimos en un semillero de la calle Peso de la Harina. Los monjes habían decidido ampliar el huerto. No sé cómo me dio por hablarle y el me siguió, con monosílabos. Me cayó muy bien y le invité a acompañarme a casa con el pretexto de aconsejarme sobre una planta exótica que estaba amarilleando sus hojas. Hacía calor y me sentía voluptuosa. Era la primera vez que tomaba una iniciativa de este tipo ¿Éramos adultos, no?
Con el pretexto de ponerme cómoda me desvestí sin cerrar la puerta de mi dormitorio dejando que el reflejo de mi imagen en el espejo del armario se proyectase hasta su campo visual. Esta vez no me fijé en mi distensión abdominal, ni en la piel de naranja en mis muslos, ni en los pechos caídos, no. No estaba sola frente a mí misma, como cada noche, lacerándome la moral. Reparaba ahora en mi piel luminosa, elástica, hidratada, sobre mi carne descolgada, bamboleante, sobresaliente. No me devolvía la
mirada una luna implacable, me miraba en los ojos de una quimera.
Como no movía ficha, ya con enaguas, pasé junto a su cuerpo dejando que mis blandos pechos rozasen su torso. Estaba derritiéndome como un bloque de mantequilla al sol y él no me tocaba. Acto seguido me coloqué de espaldas a él abocada al fregadero y abrí el grifo. Puse mi cara bajo el mismo y me moje el cuello y los antebrazos mientras notaba su mirada fija en mi culo. Me incliné más sobre la pila para que este sobresaliera. Me sentía como una perra en celo, quería que me empomase. Pero nada pasó. Me giré y noté que reaccionaba levantándose de la silla y que me miraba, pero no a los ojos. Una teta se me había escapado del escote y se la estaba bebiendo.
Le eché mano al paquete y primero pensé que debía estar muy azorado porque allí no había bulto. Le desaté el cinturón ante su perplejidad, desabroche el botón del pantalón y baje la cremallera. No usaba ropa interior. Un frondoso vello púbico poblaba la zona pero aparentemente nada sobresalía. Palpé, como antes había hecho sobre el pantalón, ante su irritante pasividad y algo así como un latiguillo cartilaginoso comenzó a erguirse a medida que era presionado por mi palma aviesa. Deje ésta donde estaba. Mientras mis largos dedos descubrían unos labios hinchados y bañados en un generoso sirope que resbalaba en invisible descenso por sus muslos. Por unos instantes jugué con el flujo elástico hasta que mi dedo índice se hundió en una gruta húmeda y cálida y comprendí.
En mi calentura primero pensé que no me iba a poder dar placer de la manera en que a mí me hubiera gustado pero he de admitir que pesó más el hecho de haberle excitado. A las de mi edad casi ya ni las miran. Permanecimos de pie mientras yo le masturbaba y el me apretujaba los pechos. Luego, más calmados, le senté de nuevo a la mesa de la cocina ante un vaso de vino mientras me afanaba en plantar un filete de carne en harina. Fue entonces cuando me contó que fueron varias las parejas que lo devolvieron al orfanato después de verlo desnudo. Que en una ocasión oyó la conversación de una de estas en la que uno le decía a la otra; “¿Pero con qué sexo lo dejaremos? ¿Cómo le llamaremos Boris o Bianca?”. “Ni que eso fuese potestad suya”, subrayó indignado. En el orfanato cuando fue un poquito más mayor le dijeron que qué quería ser y él dijo chico. E incluso tuvo algo así como una novia.
Como jardinero en el convento todo iba bien -continuó- hasta que un monje empezó a fijarse en él. Pronto descubrió su naturaleza. “No me preguntes cómo”-dijo, como si la falta fuese suya- “Me espiaba. Me dijo que tenía suerte, que podía ser hombre y mujer a la vez. Conocer los placeres de ambos sexos. Que él podía instruirme. Que sería nuestro secreto”.
El caso es que le fue seduciendo poco a poco. Se hacía el encontradizo, le mostraba libros de botánica antiquísimos, le hablaba de países lejanos. Le trataba con tal delicadeza y caballerosidad que iba sacando poco a poco su lado femenino. Su sexo excretaba néctar cuando pensaba en él. Quería saber de esos placeres en los que pensaba instruirlo. Y fue entre el maíz la primera vez. Ocultos entre hileras de mazorcas. “Me decía gatita y me gustaba”.
“Pero ahora he tocado tus pechos gelatinosos y los prefiero. Estoy ávido de tu carne”. Y dicho esto cogió el filete sepultado en harina y empezó a apretujarlo con su mano hasta hacerlo reblandecer. Luego lo coloco sobre el banco de piedra y empezó a rodarlo sin dejar de mirarme. La mano blanca por la harina exhibía una fuerza descomunal. He de confesar que sentí un poco de miedo. Cuando estuvo hecho un flamenquín me levantó la enagua, me bajo las bragas, me arrimó a la mesa y me metió el filete ente las piernas. Agarrada al borde de esta puse mi pie izquierdo sobre la silla y con el brazo que tenía libre agarré su cogote acercándolo a mi mejilla. Le oía jadear con la urgencia de un vendaval huyendo por un paso angosto. Solo al principio. Pronto, como si tuviese una caracola encajada en mi oído, aislada de la mundanal existencia, comencé a sentir un vaivén de mar peinado por una suave brisa, de crestas coronadas con nacarada espuma que, con la cadencia de una marea viva, se fueron convirtiendo en olas imponentes, majestuosas, jaleadas por una banda de jocosos guijarros. Yo me
dejaba hacer a pesar de la repugnancia que me producía ser friccionada con carne muerta de alguna res sacrificada en un matadero municipal, con sufrimiento, después de haber vivido una existencia de adulterantes y antibióticos. Me dejaba porque la excitación superaba el asco y porque intuí que su palabra necesitaba de estos actos, de estas performances.
Al ponerlo en la sartén con el aceite caliente observé que conservaba la huella de su mano, no era de extrañar habida cuenta de la pasión con que se empleó en recorrer todo mi cuerpo con ese guante de crin, como si se sirviese de ese proceder para exfoliar mis grasas con la elasticidad de la carne magra. Ese filete, que acto seguido cocinaría y nos comeríamos en silencio, se habría transustanciado, se habría convertido en su cuerpo y en el mío. Simbolizaba la carne de la que él carecía y también aquella que a mí me sobraba. Carne cruda, como presentía iba a ser nuestra relación. Me excitaba pensando en eso mientras comíamos en silencio. Miraba la carne en el plato conforme la iba troceando y me la llevaba a la boca, cuando después de apartar la grasa, masticaba los pedazos y tropezaba con nervios que pacientemente ablandaba con la saliva. Me olvidé de que yo no solía comer carne.
Y ahora se ha ido y creo que no por propia voluntad. Esa es la razón por la cual he venido a verle. Todo eso le contaré, bueno quizás no todo. Temo que esté en peligro.
En varias ocasiones me dijeron en la escalera que habían tocado a mi puerta unos monjes con capucha. Yo lo presenté a los dueños de las casas en las que limpio y le habían salido algunos jardines que mantener. También les dije que era mi ahijado llegado del pueblo para buscarse un futuro.
Formábamos una bonita familia.
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