TRES ESCRITORES, TRES CUENTOS: ROBERTO VILLALBA, AVELINO NÚÑEZ, JAIME MIQUEL

TRES ESCRITORES, TRES CUENTOS


ROBERTO VILLALBA

Nació en Paraguay, reside en Corrientes. Es médico y escritor. 
Obras editadas:  Microcuentos - Editorial Molino de la Costa - 2007; 
El pequeño Gigante de los Pies de Barro - Libro infantil - Premio Asociación de Artes y letras de Valencia 2012 -Editorial  Molino de la Costa; Kryssede Verdener (Mundos Cruzados) Cuentos editados en noruego - Editorial Hodestorm Produksjoner 2013; El Cazador de Bichejos - Novela de ficción biográfica sobre el descubridor de los microbios. - Ed. Moglia 2015;  El Ojo de Aláh - nouvelle- Ficción pura ambientada en la mitológica ciudadela (cashbá) de Tunes. Ed. Moglia 2016; La Sequía Universal -Cuentos Ilustrados por artistas internacionales - Moglia Ediciones 2017; Microcuentos Ilustrados - Editorial Moglia 2018; Paracelso el Trashumante - Novela de ficción biográfica sobre el célebre médico y alquimista - Moglia Ediciones 2022;  Cuentos publicados en antologías:  Mundo de Muñecas y Mundos Cruzados - Escritores Valencianos y Correntinos. Editorial Moglia.   Diversos cuentos publicados en el suplemento "El Gallo Ilustrado"  - México 1979 y 1980.
Es miembro del Jurado del Concurso de Cuentos y de Cuentos Infantiles 2023, de la Asociación de Artes y Letras, en la modalidad B, Cuentos Infantiles. 

LA PILARCITA


I
La luna llena sale por detrás de nubarrones que parecen acariciarla con dedos de  algodón. Pasea por el firmamento plácida y serena, vigilante…siempre vigilante, lista para avisar a La Pilarcita con un guiño cómplice de luz si algún forastero se acerca. La noche huele a nardos, aunque en esos confines nadie conoce esa flor.
Desde la pequeña tumba donde aún flamean, atados a la cruz de madera, jirones del moño rasado que llevara la niña recogiendo sus cabellos, el fatídico día, salen voces infantiles, cuchicheos, risas tímidas pero alegres, murmullos de secretas complicidades, coros infantiles que desgranan antiguas canciones casi olvidadas y rítmicos sones desconocidos.
En todo el pago comentan…comentan, pero ninguno se atreve a constatar. Dicen que la finadita es milagrosa…siempre y cuando le obsequien una muñeca, que La Pilarcita habla, que un jolgorio de voces sale de su tumba y se escucha con nitidez en todas las casas del poblado por más que se tapien las puertas y ventanas.

II
Antes de fenecer, la cándida niña solo quería jugar. Su mayor anhelo era que alguien le regalase una muñeca…ansiaba una muñeca, una cualquiera…de trapo, de porcelana, de cartapesta, de lana ¡solo una humilde muñeca! No tenía exigencias, a su pobre mundo le hacía falta esa ilusión. De sus rústicos padres campesinos nunca la pudo obtener y aunque en toda la comarca conocían su inocente deseo, nadie había sido siquiera capaz de pensar, en regalarle una.
La carreta manejada por su “tata”, avanzaba por la picada del Cerro Pitá, hacia el caserío de Concepción de Yaguareté Corá. En el asiento, a su derecha iba la silenciosa madre, a su izquierda, como inmersa en profundas cavilaciones La Pilarcita entornaba los párpados. De golpe, sin que mediara algún incidente y a pesar del tiro acompasado y cansino de los bueyes, la inocente cayó debajo de la rueda del pesado vehículo, en realidad parecía que ella misma se arrojaba por tierra, esbozando una leve sonrisa en los labios.
En su lecho mortuorio, el cuerpecito menudo perecía poseer un aura de misterio, sin embargo, en su semblante se reflejaba la paz.
Su padre le construyó el pequeño panteón para enterrarla en el mismo lugar de la
desgracia y pronto se fue erigiendo a su alrededor, una minúscula capilla.

III
En el interior de la humilde construcción funeraria La Pilarcita ocupa el centro del diminuto espacio, está rodeada por cientos de muñecas…muñecas que se mueven cual accionadas por invisibles hilos de algún mágico titiritero, la única que parece tene vida verdadera es La Pilarcita, ella juega gozosa al juego de las muñecas, que en su corta vida nunca pudo jugar: cambia el vestido de la negrita de paño lency que fue ofrenda de una mulata brasilera a quien la niña le cumplió el deseo de la maternidad.
Peina a la rubia rechoncha “exvoto” de la prostituta del pueblo que enamoró perdidamente al Juez de Paz. Golpea suavemente la espalda y mece a la de porcelana con azules ojos de cristal, para que repita con voz de falsete “mamá…mamá”, obsequio de una ricachona de la capital, para que su hija regrese de los brazos del capataz de estancia con el que se fugó. Acaricia la muñequita del pelo renegrido verdadero, la que le fue ofrendada por la mujer del comisario antes del milagro de la desaparición de su cáncer, y la vuelta de sus trenzas color de azabache. Hamaca con ternura la muñeca de trapo sin ojos que le dejó una noche la cieguita del portal de la iglesia, luego de lo cual recobró la visión, milagro que no había logrado con cientos de avemarías y padrenuestros.
A su lado, como si fuera una hermana gemela, sonríe la enorme “poupée” traída de Francia, emperifollada, con impoluta falda plisada y blusa de blanco canesú, es la más grande de todas las muñecas, igual a su tamaño. Era la preferida de quien un día la dejó, (Francisco Rojas, “Paco el puto”, le espetan en el pueblo) antes de fugarse con su reconquistado amor, el sargento de la comisaría quien tiempo atrás se había casado para encubrir sus verdaderas inclinaciones.

IV
Muchas de las muñecas aparecían sin que nadie supiese quien las ofrendaba, como las Matrioskas multicolores, dejadas con una pequeña nota escrita en lenguaje y escritura totalmente desconocidos en esos territorios. En las noches de plenilunio, la exterior, la más grande se destapa espontáneamente y comienzan a salir, como impulsadas por un resorte, las muñequitas huecas –cada vez más pequeñas- que están en su interior. Las simpáticas rusitas se forman hasta alinearse perfectamente antes de comenzar la alegre danza al compás de una exótica balalaica.
En el fondo del nicho, en el lugar menos iluminado por la luna, se esconde una talla femenina de madera de ébano, con alucinantes ojos de “cri-cri” –conchillas ceremoniales- con sus impúdicas tetas al aire, ataviada apenas con un desteñido faldellín; ella salta…lenta…y…rítmicamente…interpretando una danza Zulú. La más extraña de todas, una muñeca azteca -Coyolxauhqui * , la llaman las compañeritas- yace descuartizada y con la cabeza cercenada, hasta que las primeras luces de la luna la
iluminan, entonces, “encoyuntura” sus miembros, se acomoda la testa y baila con la música de caracolas y ahuehuetls.
Hay muñecas de todos los continentes. Parece –dicen- que muchas de ellas llegan durante las noches tormentosas en las que cada relámpago pare-alumbra una nueva…parece –dicen- que la última recién llegada es una flemática muñequita inglesa que ríe y pestañea sin perder la compostura.

V
Cuando se acerca el alba, las voces se van apagando, las canciones se transforman en murmullos y antes de que cunda el silencio profundo, se escucha nítidamente la infantil voz de La Pilarcita diciendo “hasta la próxima luna mis muñequitas”.
Casi todas las semanas aparecen nuevas muñecas-exvotos con pedidos de milagros… pero el milagro más grande no se puede comprender ¿Cómo podrían caber tantas muñecas en un espacio tan pequeño, donde no parece haber lugar para una más?
En el pueblo nadie responde; en el pueblo nadie pregunta…
.
*Diosa Azteca degollada y descuartizada por su hermano Huitzilopochtli.
Pilar Zaracho, “La Pilarcita”, falleció trágicamente en noviembre de 1917 a los 4 años.



Ramón Avelino Núñez 

Profesor de Lengua y Literatura. Licenciado en letras UNNE, Profesor de Guaraní. Escritor. Nació en Mburucuyá, Corrientes. Presidente de la SADE Corrientes. Presidente Guaraní Ñe´e Rupa Asociación de Profesores e idóneos de Lengua Guaraní. Presidente UHE Unión Hispano Mundial de Escritores de Corrientes. Primeros Premios en el género dramático y en Poesía en el Certamen Literario "Los creadores de la Universidad del Sol"de la UNNE. Primeros Premios en Novela y en Poesía en el Certamen Literario organizado por la Subsecretaria de Cultura de la Provincia de Corrientes. Primer Premio en novela por la Subsecretaria de Cultura de la provincia de Corrientes. Primer Premio de Novela en el Certamen Literario organizado por el Instituto Sémper y la Universidad de Salta. Tiene un total de cuarenta y seis premios entre Segundos, Terceros Premios y Menciones, obtenidos tanto en Argentina como en el exterior. Participó en un total de 48 antologias literarias. Hasta la fecha, tiene publicadas 13 obras individuales. Es miembro del Jurado del Concurso de Cuentos y de Cuentos Infantiles 2023, de la Asociación de Artes y Letras, en la modalidad A. 


DE TABLEROS, PIEZAS Y CAJAS
Una vez terminado el juego, el Rey y el peón vuelven a la misma caja.
Proverbio italiano.

Jamás olvidaré los alaridos de dolor de mi madre el día en que mi hermano mayor partió
rumbo a Malvinas, ya que el deber lo llamaba.
Vivíamos nosotros en una zona rural de la provincia del Chaco cuando aconteció lo de la
Guerra de Malvinas. Nuestra vida estaba dedicada a las plantaciones, al sembradío y a
las cosechas, pues éramos jornaleros que nos ganábamos el pan de cada día con el
sudor de nuestra frente. Lejos de las cuestiones políticas, geopolíticas y de los intereses
económicos siderales, el trabajo de sol a sol era nuestra patria. (Solo cuando había que
votar, el patrón subía a la peonada en un camión y, como animales, amontonados y a la
intemperie, nos llevaban a emitir el voto ya con el papelito doblado para ponerlo en el
sobre. Esa era toda nuestra participación ciudadana).
Mi hermano Alfredo había regresado de prestar el servicio militar hacía ya unos seis
meses y había vuelto a la asada, al hacha, a las cosechas de algodón cuando de pronto
estalló el conflicto. Y no pasó mucho tiempo en ser convocado para defender nuestro
suelo en el Atlántico Sur.

Sí, Alfredo iba a la guerra y las probabilidades de que no volviera con vida eran muy altas.
También otros muchachos conocidos de la colonia fueron como él, a descubrir el rostro de
la locura.
Recuerdo que el día de la partida lo acompañé por el interminable terraplén, con montes
incesantes a los costados, hasta salir a la Ruta 16, lugar donde tomaría el colectivo que lo
llevaría hasta Resistencia y después de ahí, ya no recuerdo los tramos. Solo conservo
que la tarde era fría y que mi corazón estaba deshauciado. Trataba de grabarme cada
gesto y cada mirada de mi hermano, por si no lo volvía a ver. Por el camino conversamos
de muchas cosas y él trató de darme aliento. Yo era un niño de doce años y estaba
asustado. Las noticias en la radio y el llanto de mi madre hicieron que entrara a las
planicies oscuras del terror. Quizá yo no volvería a ver a mi querido hermano.
Faltaban unos doscientos metros para llegar a la ruta y me pidió que le cantara un
chamamé de Los Hermanos Barrios, Amor en vano juraste. Lo intenté y no pude. Mi voz
se quebró en mil pliegues invisibles y se elevaron deformes para caer con las alas rotas al
suelo de mi propia miseria… y de pronto todo fue para mí una gran sordina. Los escasos
pájaros desaparecieron y el paisaje se congeló. Recuerdo que metí la mano en mi bolsillo,
saqué un paquete de cigarrillos Jockey Club, de veinte, largos y se lo pasé. Era mi regalo
de despedida. Era el regalo que me permitía mis pobres ganancias de niño campesino. Y
no hubo palabras de adiós porque súbitamente giré sobre mis talones y regresé trotando,
con la garganta seca y dolorida de silencio.
Días de mucho dolor en la familia, en el vecindario y en la Argentina toda. No teníamos
noticias de Alfredo, mi hermano; Alfredo, mi amigo; Alfredo, mi héroe. El mutismo en la
casa solo era quebrantado por el llanto y los rezos de mi madre a nuestra bendita Virgen
de Itatí. Mi madre lloraba roncamente, con los puños contra la frente mientras el frío
entraba por diferentes resquicios del rancho y se alojaba en su alma y en la de todos
nosotros. Mi padre guardaba un silencio glacial, pero en sus ojos la verdad se derretía
como pájaros de cera.
Incertidumbre.
Dolor.
La guerra había terminado y nosotros no teníamos novedades de mi hermano.
Presentíamos lo peor, hasta que una madrugada unos golpes en la puerta trajo el
llanto de alegría, las lágrimas de festejo, la experiencia de caer de rodillas para
agradecer a Dios por el milagro: mi hermano había regresado y todo fue algarabía y
llantos desbordantes de felicidad en la casa. En varios hogares vecinos la sombra de
la muerte aleteó siniestra, ya que muchos de los que fueron dejaron sus huesos en
aquellas benditas Islas. Y yo fui egoísta y abye porque solo me importaba que mi
hermano no haya muerto. Yo lo tenía vivo, en casa… y no me importaba nada más.

No fue necesario que pasara mucho tiempo para arrepentirme y sentirme humillado
por mi conciencia. Cada soldado muerto era un hermano; cada soldado muerto era
una baja en esa gran familia de campesinos. Cuando entendí eso, lloré.
Perdón, estimado lector, por estas digresiones. Comprenderá que es lógico que al
escarbar en la memoria y hallar los huesos de nuestros miedos y egoísmos nos
horroricemos un poco. Perdón por este “saltimbanquis verbal” en el relato, pero no
puedo hacerlo de otra manera.
Para terminar con esta narración, pasaré a un par de comentarios triviales: el martes
6 de septiembre de este 2022 falleció mi hermano Miguel Núñez, quien toda la vida
fue un pobre tipo. Analfabeto, jornalero… quien aprendió a hacer de todo para
ganarse el sustento diario. En su funeral estuvimos solamente dos hermanos y un
amigo; hoy, jueves 8 de septiembre de 2022, en el castillo de Balmoral, Escocia,
murió la Reina Isabel II en medio de riquezas y de un mundo de gente que aclamó
su nombre y yo no he sentido nada… No he sentido nada triste, ni alegre… pero
debo confesar que su nombre se asoció con mis días de dolor y con el recuerdo de
los alaridos de mi madre y la mirada de mi padre. No sentí ni placer, ni odio ni
tristeza. Solo reflexioné acerca de la sabiduría de Dios en enviar la muerte como
igualadora para todos, por parejo, sin preferencias ni deferencias. En eso no se
equivocó nuestro Creador. Y no sé muy bien por qué se me vino a la memoria aquel
proverbio italiano, el cual yo referiré a mi modo “Cuando el juego termina, la Reina,
el Rey, el caballo, el alfil y el peón van a la misma caja”.
Ahora también confío en la justicia Divina y espero que de algún modo secreto,
antes de que muera, pueda saber que la bandera Argentina ha vuelto a flamear,
hidalga, en las tan amadas y solitarias Islas Malvinas.
Solo eso espero.






JAIME MIQUEL

Nació en Valencia. Escribe cuentos desde los 10 años. Participó en antologías, como "Cuentos duros", "Historias cruzadas", " Narradores correntinos y valencianos". 
Ha editado " Estilomágica" en 2021. Es presidente de la Asociación de Artes y Letras de Valencia desde el año 2022.
Es miembro del Jurado del Concurso de Cuentos y de Cuentos Infantiles 2023, de la Asociación de Artes y Letras, en la modalidad C, de Cuentos Infantiles escritos por niños y jóvenes. 


I-

EL LUGAR EN EL QUE CONVERGÍAN EL PÁJARO ACUÁTICO, LA LOMBRIZ VOLADORA, EL PEZ SUBTERRÁNEO Y UN SER INTERPLANETARIO 


Era un niño que poseía un castillo para él solo. Una noche después de una pesadilla, descubrió su habitación abierta; era raro porque él siempre la cerraba antes de ir a dormir, pero aún más raro era que cuando fue a salir de su dormitorio, descubrió que la puerta ya no se hallaba encajada en el marco, si no que no se hallaba: había desaparecido. Tal y como fue viendo mientras recorría el resto de la casa ese fenómeno había sucedido de igual manera en todo el castillo; hasta la entrada principal desde un gran jardín. Posó su mirada sobre las flores, arbustos y árboles y observó lo que ofrecía la noche sin puertas… un pájaro, una lombriz, un pez y un ser vestido de negro, enormes gafas y espinas puntiagudas y largas que le cubrían la cabeza a modo de pelo (éste último custodiaba una nave). —¿Dónde están mis puertas? —preguntó el niño. —Se las han llevado —dijo el ser que custodiaba la nave. —Nunca ha habido puertas —dijo el pájaro…; se hallaba totalmente empapado y con las patas sumergidas en un estanque que atravesaba el jardín. —¿Los ladrones están en mi mente? —preguntó el niño. —No: las puertas está en tu mente —dijo el pájaro. —¿Y los ladrones dónde están? —Sí… los ladrones. Yo te llevaré ante ellos —dijo el ser que custodiaba la nave—: ¡Monta! —Si te montas en mi lomo te llevaré a las profundidades acuáticas. — dijo el pájaro. —Y si te montas en el mío te llevaré a lo más alto de las estrellas… — dijo la lombriz. —Y si vienes conmigo… yo te llevaré al agujero subterráneo más profundo. —aseguró el pez. El niño miró tras de sí: el castillo se había esfumado totalmente y solo quedaba la manta que él utilizaba para dormir, pero desaparecería pronto así que no regresó a por ella antes de partir con el viajero que le pareciera más confiable. 

II-
HAY QUE SEGUIR INTENTÁNDOLO


 María acababa de asistir a una entrevista de trabajo con un degenerado y ahora se había quedado encerrada en el ascensor con un hombre que se la estaba comiendo con la mirada. En los primeros cinco minutos había intentado todo lo razonable: contactar con el exterior vía telefónica, apretar el botón de asistencia solo para recibir un mensaje automático que pronto la dejó en espera con una insípida música ambiental, y como nada de eso le había generado grandes esperanzas de ser rescatada, desde hacía dos minutos, solo le restaba sentirse molesta por el deseoso escrutinio que la molestaba. Cuando el maquillaje se le empezó a correr sobre la cara a causa del calor, a él se le ocurrió ponerse un cigarrillo en la boca y ofrecerle otro a ella. -" Viví durante mucho tiempo con un fumador; hace no mucho lo metieron en una caja parecida a ésta"… –contestó. No se arrepintió de recordar a su padre, aunque fuera por culpa de ese imbécil. Él se quitó el cigarrillo de la boca. A pesar de que ningún cigarro había sido encendido ni se había liberado por ello una sola brizna de humo, el oxígeno en el habitáculo se había reducido. María rompió a llorar: por un angustioso instante temió la inundación del mínimo espacio en el que convivían. María se alegró de que el otro al fin apartara la mirada. El ascensor revivió y se abrió en la planta baja. María salió y desfiló por el pasillo desierto hacia la calle, entró a una cafetería y se sentó, la única camarera la atendió y apuntó mentalmente un café: María esperó a ser servida mientras se la comía con la mirada. Cuando la camarera le trajo el café, al fin, se reconfortó y recordó que había que seguir intentándolo, y a la próxima,  por las escaleras.


III
EL VIGILANTE

Se estaba llenando de polvo; y todo porque su hermano quería que sujetara la escalera mientras él trataba de alcanzar las ramas más grandes (que eran las más altas) de la higuera muerta. Escuchó un crujido justo sobre su cabeza.
—Cuidado; no me tires una rama encima.
—No… Jaime; yo miro.
Algo extraño aterrizó sobre el pequeño ayudante, que maldijo, tembló y soltó la presión. Durante unos instantes el punto de apoyo del mayor se tambaleó.
—No me tires…; solo es una flor.
Lo era: una flor seca y enorme, pero parecía la alimaña más fea y mortífera que se le hubiera echado encima en toda la vida, de tal manera actuaba el cansancio en un niño que se había criado en aquellos parajes boscosos.
Algunas ramas más cayeron alrededor del pequeño.
—¿Ya?
—Espera, Jaime.
—Déjame probar.
Para su sorpresa, descendió.
—¿En serio?
Lo invitó a subir.
—No la necesito.
Se apoyó en los muñones de ramones amputados y se agarró a las ramas que parecían más vivas; no obstante, todo el árbol parecía muerto. Pronto llegó a la copa. Echó un par de vistazos a su alrededor y vislumbró un buen ejemplar.
—¡Aparta!
Un aviso era suficiente; su hermano salió de debajo del árbol. El pequeño no podía estar prestando atención al sitio en el que caía cada rama, además; le parecía más satisfactorio hacer el trabajo a mano, que no con una escalera, un ayudante para sujetarla, unas tijeras de podar y una sierra.
Brillaban los últimos rayos de sol y al pie de la higuera había troncos para llenar dos carretillas como la suya, cuando el hermano mayor de Jaime empezó a llamarlo a gritos, después a susurros, y luego silencio. El pequeño lo buscó con la mirada, lo encontró a poca distancia retorciéndose… parecía como si un tronco se le hubiera caído encima. Bajó
un par de ramas y saltó, irguiéndose en el suelo como solo un niño acostumbrado a esas audacias puede hacerlo. Se acercó a donde había visto a su hermano inmóvil, muerto; parecía ya haber pronunciado sus últimas palabras.
—¿Carlos?
Jaime deseó que sus leves toques de atención lo hicieran reaccionar, en vano; y de eso pasó a intentar levantar el tronco; lo agarró, era pesado, no podía moverlo. Se encolerizó y lo golpeó.
Un ser que parecía surgir del mismo tallo macizo le devolvió el golpe con una mirada, nacida entre párpados arrugados, como la corteza de la que estaban hechos.
El niño se levantó, retrocedió. Echó a correr en dirección contraria, absolutamente aterrorizado. Cuando llegó a lo alto de una colina paró y se volteó para observar lo sucedido desde una perspectiva más amplia. Ya había puesto unos cincuenta metros entre él y la higuera. Su hermano era indistinguible. Pero el tronco que había caído sobre él y se había acomodado encima en señal de victoria ahora podía verse arrodillado junto a la escalera. El niño recordaba haber visto a su padre clavetear esa herramienta años atrás, con la modesta ayuda de sus dos hijos. Las ramas y ramones que surgían del tronco que lo había mirado parecían sus extremidades y con ellas atraía hacia sí y amontonaba a su alrededor las ramas que se habían esparcido alrededor del árbol del que se habían estado proveyendo los niños, las estaba acunando. Al tiempo, un lloro grave y ominoso recorría todo el monte, en el que predominaba en tamaño la higuera, pero no en vitalidad.
Volvió a echar a correr no cabiendo en sí las lágrimas que le producía el suceso que al llegar a casa tendría que contar; a ello se sumaba el temor a la persecución de aquel llanto incomprensible y monstruo. Pero nada le impidió convertirse en una estrella fugaz poco menos.
La oscuridad se aliaba con la espesura de los altos árboles, que rodeaban el camino, lo único que le permitía avanzar.
Cuando divisó la cabaña, su hogar, sintió un gran alivio. Identificó una gran diferencia entre la vastedad a ambos lados del sendero de tierra y el lugar al que éste le conducía ahora, aunque la casa estuviera hecha del mismo material o similar. Saltó el cercado de tablas aunque la puertecita estaba abierta y se estampó contra la puerta cerrada de la casa sin aprestarse de la presencia de su abuelo sentado en una silla en el jardín observando prudentemente el atardecer. Al lado del viejo descansaba Somni, el perro de raza grande de la familia, que tenía incluso —a escala canina, claro— más años que el abuelo, y se encontraba bastante
enfermo, razón por la cuál no quiso acompañar aquella tarde a sus hermanos a la higuera muerta, tal y como siempre le había encantado.
Jaime dio múltiples golpes en la puerta. Su abuelo clavó el bastón al fin y acudió… Somni hizo lo mismo; él no podía ser menos.
—Jaime, ¿dónde está tu hermano? ¿Dónde está Carlos?
Jaime continuó golpeando la puerta: su madre abrió (su rostro reflejaba preocupación, acorde al llanto que escuchaba, contraria a la alegría que despedían sus ojos ante las carcajadas), se agachó y achuchó a su hijo; no tardó en separarlo para mirarlo a los ojos.
—¿Dónde está Carlitos?
Jaime no pudo responder, apareció su padre; Eduardo, cuyos ojos denunciaban una cabezada interrumpida: había escuchado el motivo del alboroto. Apartó a su mujer para coger al niño del brazo y al abuelo, su propio padre —que se apoyó en su bastón—, para salir al jardín. Arrastró a Jaime fuera del tablado.
—¿Dónde está Carlos, Jaime? ¿Dónde está tu hermano?
—En la higuera —fue todo.
Pero de momento bastaba.
—Enséñamelo…
Echó a correr con el niño cogido por el antebrazo rumbo a la higuera a la que él mismo había mandado a sus hijos por leña.
No le importaba arrancarle el brazo, con tal de averiguar lo que necesitaba; que el niño no había sufrido daño por culpa suya.
Al menos así pensaba el pequeño.
Cuando llegaron al borde de la colina pararon, a contemplar la suave bajada hasta la explanada y la higuera.
Jaime se tranquilizó, volvió a atemorizarse cuando empezaron a bajar, porque la cercanía del escenario aumentaba y la fuerza de la mano de su padre sobre su antebrazo también, de nuevo.
Cuando llegaron junto a la higuera observaron que no había nada ni nadie.
El padre se agachó a la altura del niño, le agarró por los hombros y lo miró furioso.
¿Dónde estaba su hermano?
Pudo haber dicho eso; pero solo salía furia.
Lo zarandeó con violencia proporcional al nerviosismo creciente.
Cuando Carla llegó y separó al padre de su hijo, el pequeño tenía moratones por el cuerpo; sus lágrimas habían creado un camino claro desde las mejillas hasta los hombros magullados.
Eduardo los dejó junto a la higuera y corrió a internarse en el bosque por la parte en que su primogénito había sido visto por última vez.
—¡Hay un mostro! —gritó Jaime.
Eduardo desapareció gritando el nombre de su otro hijo.
Poco más tardaron el abuelo Carlos y el perro Somni… con andar lento. Pararon al lado de la madre y su hijo.
—¿Cómo estáis?… ¿Dónde se ha ido Eduardo?
—Se ha metido en el bosque —balbució ella.
—Está en el bosque; pero hay un mostro, aguelo…
A diferencia del viejo, Somni pareció comprender perfectamente y tras oler un momento al niño fue hacia el bosque.
El abuelo, tocayo de su nieto mayor, no prestó atención a la mención del pequeño ni a la evasión del perro y decidió alejarse comedidamente. Fue en dirección al bosque. Paró junto a la higuera y observó el suelo bajo ésta: limpio de ramas. Avanzó hasta el principio del arbolado… su bastón se hundió en una porción de tierra esponjosa, removida. Con todo el esfuerzo del que puede hacer gala un anciano de ochenta años, Carlos se agachó y comenzó a excavar a dos manos, más bien temeroso que esperanzado de que debajo pudiera estar el segundo Carlos. Solo encontró un montón de ramas de higuera y la escalera de pino. No había ni rastro de su nieto ni de ningún monstruo.

"Higuera", obra de Fernando Fueyo


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