“De los hombres”

 

Procesión de los hombres sin cielo

Por Thomas A. Riani

 

"Hay quienes nunca elevan una súplica… no por carencia, sino por miedo a que la divinidad se ausente. Qué noble sacrificio de la humildad fingida"

 

Mundo, no puedo más. No tengo fuerzas ni paciencia, ni me reconfortan los rituales, y aun si los santos bajaran del cielo, me dirían que los domingos se han perdido porque los lunes se han desvanecido sin dejar rastro. En los lugares donde ayer crecían los cayos, hoy sólo hallo despidos y vacíos. Me pregunto dónde se oculta mi amor, dónde yace mi sombra, en qué instante muere esta hora que me devora.

 

Y aquel credo que mi madre me susurró al oído, ¿dónde se ha refugiado ahora? Todo lo que conocí se diluye como niebla ante un amanecer que no promete nada. He perdido caminos, nombres y días, y aun así permanezco, con las manos vacías y el corazón clamando por algo que quizá nunca vuelva.

 

Escucha, mundo: sigo respirando, pero me siento un espectro en mi propia vida, buscando sentido donde ya no hay, buscando fe en un mundo que se ha quebrado en silencio.

 

Desde la aurora temprana me atormenta un espíritu, clamando por palabras; mas, ¡ay!, tantas son las cosas que ninguna logra escapar de mi garganta. Y he aquí mi confesión sin testigos: el planeta yace desolado, y yo permanezco aquí, mascando polvo como si fuese hostia sagrada, mientras el silencio me devora. Los altares se oxidaron, los himnos callaron, y los santos de yeso sirven de cenicero. ¿Y saben qué? No extraño nada.

 

"Las jerarquías del cielo eran una broma: filas de almas esperando turno como en un banco, con la diferencia de que al cajero le dicen “Dios” y nunca da cambio."

 

Dicen que el calvario es escalar. ¿Escalar a dónde? La cruz es horizontal: se carga hombro con hombro, sin distinción de apellidos ni títulos. Nadie tiene preferencia VIP, aunque algunos creen que rezando más fuerte abrirán otra ventanilla. Qué ternura de estafa.

 

Lo factible y lo absurdo se tropiezan como borrachos: uno jura que camina recto, el otro que el suelo se inclina. Yo, desde mi trinchera de soledad, sólo atizo un fuelle que ya no calienta. La vida chisporrotea, se apaga, y el humo me burla dibujando figuras que mi cabeza insiste en descifrar.

 

La mente es un topo ciego con delirios de arquitecto: excava en la nada buscando planos secretos. Pero no hay nada. Nunca hubo. El premio es hallar otro vacío un poco más elegante.

 

Soy el último hombre, y bebo por ello. Brindo con las sombras, con lo eterno y lo ridículo en la misma jarra barata. No por fe ni por falta de ella, sino porque el silencio aplaude mejor que cualquier multitud.

 

No hablen de instituciones: hablen de la fe de los hombres. No de templos que se desmoronan, sino de las manos que se juntaron en la oscuridad; de labios que improvisaron himnos cuando ya no quedaban músicos; de promesas hechas en voz baja para no despertar al viento. La fe persiste como una línea de vida dibujada con dedos en la piel del otro.

 

Que sea larga la procesión: que vengan primero los niños que contaron estrellas en vez de reyes; los que no pudieron decir adiós y aprendieron a sostener silencios como lámparas; los que llevaron culpas como capas y al final las dejaron en los bordes del camino.

 

Que marchen los mudos que inventaron palabras; los que soñaron puentes y hallaron barro, pero aprendieron a saltar; los viejos con historias cosidas a los huesos, las mujeres que hilvanaron esperanzas con sobras; los obreros de memorias remendadas, los poetas que lanzaron versos al pavimento para que brotaran líquenes sobre las sílabas.

 

Que vengan también los que traicionaron y luego plantaron árboles, los amantes que aprendieron a besarse a la distancia, los que hicieron de la compañía un idioma mínimo. Que avance, lenta y obstinada, la gente común: esa liturgia que funciona, la de intercambiar pan, prestar abrigo, recordar un nombre.

 

La procesión no quiere ornamentos: quiere pasos. Pasos que no busquen un trono inexistente, sino la humilde verdad de haberse encontrado entre seres que dudan. Cada paso es una pregunta, cada paso una respuesta que nadie podrá cobrar.

 

Yo iré detrás, con la copa raída. Escucharé el murmullo de quienes recuperan fe —no en doctrinas, sino en el vecino— y me inundará una ternura amarga. Veré congregaciones improvisadas: grupos que comparten comida, grupos que cuentan historias con la solemnidad de quien reza sin altar. La fe de los hombres es esto: costura temblorosa sobre una tela que no deja de desgarrarse, y sin embargo no se corta.

 

No más sermones sobre ascendencias ni promesas de cielo ajeno. Hablemos de las manos en acción, de las miradas que sostienen, de las canciones inventadas para no llorar fuerte. La procesión es resistencia, no relámpago: suma de pequeños incendios que calientan a quien pasa.

 

Si a veces camino fuera de fila, será para recoger lo que alguien dejó caer: una palabra, una cucharilla, una foto mordida por el tiempo. No soy redentor: soy marinero en barco sin timón. Pero mientras el desfile avance, habrá esperanza: no la del cielo, sino la de un pan partido, una cama prestada, un duelo compartido.

 

Y cuando la procesión alcance su silencio, sin yeso ni boletos, nos hallaremos sin intermediarios. Entonces sabremos que la fe verdadera era ponernos a salvo unos a otros. Brindaré otra vez, no por himnos oxidados, sino por la procesión interminable de los vivos que insisten en ser humanos.

 

Que dure, pues. Que atraviese agujeros de ciudad, patios sin luz, playas donde el mar se guarda las palabras. Que siga hasta que aprendamos a guardarnos unos a otros. Y si al final quedo solo otra vez, sabré que, por un trecho del camino, fui parte de una comitiva que creyó lo suficiente en la fragilidad humana como para sostenerla.

 

“Al final de toda procesión no se encuentra el cielo, sino el sudor compartido de los pasos que cruzan nuestra sombra; la prueba humilde y profunda de que fuimos, somos y seremos humanos, sosteniéndonos unos a otros ante la cruz de cielos nuevos.”

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