Al tiempo su eternidad; al hombre, lo que jamás se le revela

 

“El vendedor que perdió el uniforme”

por Thomas A. Riani

Nunca pensé que el final de mis días en la cadena mayorista —esa que no voy a nombrar, pero cuyo logo parecía reírse de mis ojeras— iba a ser tan abrupto. Me llamaron a la oficina, me ofrecieron una silla que parecía diseñada para arrepentirse sentado, y me informaron, con tono de publicidad barata, que ya no “encajaba con la filosofía de la empresa”.

Yo, que vendí desde ventiladores que parecían helicópteros frustrados hasta frazadas que daban frío, quedé desempaquetado, discontinuado… liquidado.

Salí con mi caja de cartón a esperar el colectivo. Un nene, con un alfajor como escudo, se me acercó y se sentó sin pedir permiso.

—¿Te echaron? —preguntó con la sinceridad que solo existe antes de los diez años.

—Digamos que me soltaron al universo —contesté.

Él me observó un rato, pateando piedritas.

—Mi papá dice que el dinero sirve para todo.

Me reí. Ah, la fe infantil en los billetes.

—Mirá, nene… yo vendía lámparas carísimas, pero ninguna iluminaba las dudas de la gente. Eso no se compra.
Vendía sofás que parecían nubes, y aún así nadie encontraba descanso en ellos si tenía la cabeza llena de ruidos.
Vendía paraguas de lujo, pero no había uno capaz de frenar una mala noticia.

El chico se quedó callado, pensando. Y entonces empezó a soltar frases que me sorprendieron, como si hubiera estado guardando mucha más sabiduría de la que su mochila podía cargar.

—“La vida es tan corta que gastamos medio camino comprando cosas… y el otro medio descubriendo que no sirven para llegar a donde realmente queríamos ir.” —dijo, mirando la calle como si ya hubiera vivido demasiado.

Después, encogiéndose de hombros:

—“La vida se nos escapa en bolsas y recibos; y al final, lo único que pesa es lo que nunca pudimos comprar.”

Le dio otro mordisco al alfajor y siguió:

—“Corremos a comprar de todo, menos sentido… y justo eso no lo trae ninguna promo.”

Me quedé mirándolo, sorprendido por la claridad con la que hablaba.

—¿De dónde sacaste todo eso?

—Lo veo —respondió simplemente—. La gente compra cosas como si pudiera llevárselas al otro lado, pero… “Acumulamos objetos como si al otro lado hubiera espacio para llevarlos. No lo hay: solo viaja lo que aprendimos.”

Me quedé sin palabras. Entonces él bajó la voz, como si contara un secreto:

—“La vida es breve, pero igual insistimos en llenarla de cosas que no llenan nada.”

Y finalmente, antes de que llegara el colectivo, dijo con una calma que me atravesó:

—“Lo material muere al cruzar la puerta del tiempo; lo único que continúa es lo que no tuvo precio.”

El colectivo frenó. Subí en silencio, como quien cruza una frontera interior. El nene levantó la mano para despedirse.

Mientras avanzábamos por la avenida, entendí algo que jamás había descubierto entre góndolas y etiquetas:
hay personas que te compran una moraleja sin que vos la estés vendiendo.
Y que tal vez perder mi uniforme no fue una caída, sino un pasaje a una vida más liviana… esa que no se puede pagar, pero sí entender.



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