Poema Gauchesco
“De tornar, ya no se sabe”
(Poema gauchesco)
Yo me busco en tu querencia
como paisano en la huella,
cuando la noche es tan bella
que da susto a la conciencia.
No es que espere una caricia
ni palabra que consuele:
busco algo que no me duela
en aquel primer aliento
que se me fue en el intento
de querer sin pedir nada,
y hoy me queda la gauchada
de una ausencia sin remedio.
La rabia no siempre grita:
hay rabias que andan calladas,
como oveja malherida
que se esconde pa’ morir.
Es tormenta sin pampero,
corral viejo sin tranquera,
prisión hecha de espera
y silencio polvoriento y traicionero.
De eso hablo, y no de alarde.
Del sueño que se nos pierde,
de la mano que se muerde
cuando no halla cómo alzarse.
Del hambre que no razona,
del frío que no pregunta,
del enemigo sin junta
que al alma sola abandona.
No hablo desde lo altanero
ni desde el saber de arriba:
hablo por la pena viva
del que anda sin paradero,
del pescante hasta la pera,
con el rumbo hecho pedazos.
Por los que leen en los rastros
donde sangra la esperanza,
y sólo queda la trilla
de la andanza y la desgracia,
compañeras más leales
que el alivio y la bonanza.
¡Qué filosa es la rastrojera
cuando se nos cierra el pecho!
Se nos nubla el buen derecho
y la razón queda extranjera.
Sin aire queda el querer
y uno se ve, de repente,
guacho frente a lo que miente:
el ayer, el tal vez, el no ser,
y un almanaque sin nombre
lleno de oscuro misterio.
Cuando el cuerpo ya se cansa
y no sabe por qué duele,
quiere preguntar lo que huele
a promesa y a mudanza.
Lo que no llegó a ser vida,
lo que quedó en el intento,
lo que el viento de su tiempo
dejó en sombra y despedida.
Yo era mozo y poca cosa,
y la vida —¡ay, la vida!—
era mujer decidida,
alambrado sin tranquera,
alta, brava y peligrosa.
Llegó sin decir palabra,
como nubarrón de verano,
y me dejó entre las manos
una espera deshilachada,
enredada en yuyos viejos
del recuerdo que no acaba.
No supe qué me enseñaba
ni qué ley traía consigo:
más maleza que buen trigo,
más espina que fragancia.
Era cosa sin almanaque
que ni el recuerdo hoy ordena;
no entraba en bolsa arpillera
ni en historia bien contada.
Era un modo de perder
sin perder del todo el rastro,
como quien guarda un pedazo
de memoria pa’ volver.
Y al mirar de frente al hondo,
sin bajar la vista al suelo,
entendí que no es el duelo
lo que deja al hombre en fondo.
Morirse es cosa sencilla,
lo hace el pobre y el patrón;
lo que duele es el rencor
cuando se queda sin orilla.
Todo pasa de ese modo:
como el hambre en la campaña,
como la soledad huraña
cuando se queda uno solo.
Y la verdad —cosa seria—
se nos vuelve sangre abierta
en la mano que despierta
cuando ya no hay quien la hiera.
Todo muere despacito
con un arrullo cansado:
pena vieja mal callada
que se vuelve compañerito.
Al final el
hombre nace,
anda, pierde y se aquerencia
—sí, se aquerencia— en la ausencia
donde el canto fullero y cachuso
ya no nace.
Ahí el decir se hace corto,
la verdad tiembla al salir,
los anhelos saben morir
sin hacer ruido ni alboroto.
La soledad hace rancho,
y se queda de patrón,
y el tiempo, sin compasión,
nos cobra lo que fue ancho.
Ese arrullo, hecho de pena
y de espera resignada,
es la música cansada
con que el hueso de la taba se serena.
Cuando no queda ni un sueño
pa’ ensillar ni pa’ volver,
uno aprende a padecer
como aprende a ser pequeño.
Y dicen libros antiguos,
de tierras lejos del acá,
que todo es por la vida
y sobre la vida, paisano.
Porque en la tradición más honda
el decir vale si duele:
cuando de tornar, ya no se sabe…
Autor: Thomas A. Riani
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